«Deja el equipaje en la ribera para verte como quieres que te vea.
Deja el equipaje en la ribera y quémalo».
23 de junio. Vetusta 9Morla.
Detrás de la caja metálica, apareció aquella vela a medio gastar y un pequeño papel quemado por las cuatro esquinas y cubierto de cera. Ahí estaban todos los deseos que había formulado años atrás, en mi primera noche de San Juan sola, cuando todo era nuevo para mí. Cuando el miedo y la ilusión se batían en un pulso. Cuando vislumbraba a lo lejos todo un mundo aún por descubrir.
Pero cómo iban a cumplirse, si ni siquiera habían terminado de quemarse. Apenas recordaba lo que había escrito, aunque podía hacerme una ligera idea. Por entonces solo me importaban tres cosas. No volver a mirar hacía atrás para ver si me seguían, que todo fuera bien en el recién estrenado trabajo y que él cambiara de opinión.
No hay nada peor que las expectativas no cumplidas. Él no solo no me había querido, es que posiblemente ni siquiera me recordaba. Y cinco años después de conocernos, aún planeaba por mi cabeza con más frecuencia de lo que me hubiera gustado. Respecto a mis otros dos objetivos, el primero lo seguía peleando con ayuda de un terapeuta y el segundo… Ese mejor dejarlo para otro momento.
Intenté terminar de quemar aquella nota doblada en el fregadero, pero la llama se hizo tan grande que me dio miedo y enseguida abrí el grifo para apagar el pequeño fuego originado. A veces era un poco cobarde, lo reconozco.
Me quedé mirando el brillo de las gotas en la vela y ese papel que, sorprendentemente, había repelido el agua y seguía seco y a medio quemar. No sabía qué hacer con esos deseos, si tirarlos a la basura o guardarlos en una caja. Algo parecido a lo que me pasaba con mi vida, no sabía si echarla abajo y buscar una nueva o recomponer la que tenía.
Tal vez lo mejor era dejar de desear cosas y que pasara lo que tuviera que pasar. Porque lo único que lograba era frustrarme esperando acontecimientos que no iban a suceder. Alimentaba la tristeza con lágrimas y amargura. Y así, entre papeles, deseos y fingidas hogueras sobrevivía con cuatro tiritas mal puestas que se despegaban cada dos por tres.
Encendí un cigarrillo y di una calada larga. El lunes lo dejo, solía decirme todas las mañanas en voz alta, a ver si me convencía, pero siempre encontraba una razón para seguir fumando. No sabía si me estaba matando más o menos que yo misma, pero era un vicio del que no era capaz de desprenderme. Como pensar en él. Eso también se había convertido en una rutina que cumplía a rajatabla.
Con los ojos medio cerrados la bruma producida por el humo, escondí los antiguos anhelos y el viejo cilindro de cera en el fondo del armario del salón, ya pensaría qué hacer con ellos más tarde. Cogí las llaves del coche y salí de casa mientras me repetía, no más sueños, Lucía, no más pesadillas, toca despertar.
Continuará…
«Y que San Juan no nos queme en su hoguera ni haga de esto un negocio menor.
Cruza los dedos por mí y antes de que vuelva a mirar busca el viento a favor».