«No quiero necesitarte porque no puedo tenerte» (Los puentes de Madison)
Hace veinte años que estrenaron esta película de Clint Eastwood y Meryl Streep, yo era una niña, pero recuerdo perfectamente los comentarios de mi madre y sus amigas cuando salieron del cine: todas querían ser la protagonista y vivir una historia así. Aquella tarde no entendí a qué se referían exactamente, ni siquiera conocía el argumento, hasta que hace un par de años la vi por primera vez y lo comprendí todo.
Esta semana, escuchando música en casa, descubrí esta canción que no había oído nunca de Vanesa Martín y vino a mi cabeza automáticamente la escena con frase que abre esta entrada.
Los amores prohibidos, las relaciones que no pueden ser, la lucha interna entre lo que nos dice la razón y lo que quiere el corazón, el miedo a elegir cuando aparece ante ti algo que hace temblar tu tranquilidad, el soplo de aire fresco que te hace sentir vivo, las consecuencias de las decisiones, el temor a perder…
En la película parece todo muy sencillo, sobre todo después de ver lo que Robert Kincaid (Eastwood) hace sentir a Francesca (Meryl) en tan solo cuatro días. A nadie se le pasaría por la cabeza no dejarse llevar y perderse una historia como esa. Pero está claro que a pesar de lo bonito del romance que nos muestran, la realidad es otra muy diferente y no es tan fácil elegir, porque decidas lo que decidas es bastante posible que termines arrepintiéndote en algún momento. ¿Escogió la mejor opción Francesca al final? ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? ¿Razón o corazón? Difícil elección.
Entre los recuerdos de esas escenas de Los puentes de Madison y la letra que sonaba de fondo imaginé este breve momento de una historia de «deseos de cosas imposibles» (como cantaba La Oreja de Van Gogh):
Sentirte aún en mis labios
que siguen doloridos
por aquel arrebato de pasión.
Un beso esperado, deseado,
que se estaba retrasando
más de la cuenta.
Querer que se pare el tiempo,
aislarnos en una burbuja
en la que seamos libres.
Dejarnos querer porque sí,
sin más razón que la que
nos dan nuestros cuerpos.
Olvidar quienes somos,
perdernos en esas miradas
que se han dicho todo.
Disfrutar de esa magia,
soñar con los ojos abiertos
y, simplemente, sentir.