Despedidas

«Este adiós no maquilla un hasta luego,

este nunca no esconde un ojalá,

esta ceniza no juega con fuego,

este ciego no mira para atrás»

Nos sobran los motivos. Joaquín Sabina

 

Cuando uno ve que se acerca el final, ya sea de una etapa, del año o de su vida, siente la necesidad de despedirse de alguna manera de aquellos seres más queridos, de los que en algún momento lo fueron y ya no lo son, de lugares o de momentos. A veces, incluso tenemos la necesidad de despedirnos de nosotros mismos para poder encontrarnos.

Hace tiempo leí un libro de Rosa Montero titulado “La ridícula idea de no volver a verte” en el que hablaba sobre la pérdida de su pareja tras una larga enfermedad comparándola con el repentino fallecimiento del marido de Marie Curie, que se marchó por la mañana a trabajar y murió en el acto en un accidente con un coche de caballos.

Con esta novela uno reflexiona si preferiría tener la oportunidad de despedirse y de alguna forma “quedarse en paz” a pesar de ver sufrir a un ser querido en sus últimos días, o que se marche sin esperarlo y sin haber podido siquiera decirle adiós. Nunca consigo llegar a una conclusión que me convenza, me debato entre una opción y otra con el deseo de no tener que pasar de nuevo por ninguna de ellas.

He visto como se apagaban lentamente las luces de gente que no conocía y de gente a la que quería mucho, muchísimo, y aunque en ese momento hubiera dado lo que fuera por evitarles la decadencia a la que te lleva el dolor, es cierto que el poder despedirte te ofrece una leve sensación de tranquilidad y de calma.

También he sido testigo de muertes en las que nadie ha podido siquiera dar un último abrazo, sentir una última caricia o decir un último “te quiero”, y resulta desgarrador. De una forma o de otra, las lágrimas y la pena no te las quita nadie, las pérdidas son terribles sean anunciadas o te pillen por sorpresa. Y si además son en estas fechas, parece que duelen mucho más.

El miedo a no despertar tras una operación o a coger un avión y que no aterrice puede hacer que nos despidamos muchas veces aunque no seamos conscientes de que lo estamos haciendo. Una cena con amigos, un mensaje que se había quedado en espera desde hacía mucho tiempo, un apretón de manos o una declaración de amor son, quizá, pequeños gestos que nos ayudan a dejar todo dicho “por si acaso”.

Y es que las despedidas, aunque no sean definitivas, siempre llevan una “rotura” implícita. Bien por la distancia, por el punto y final a algo en común –un proyecto, un amor, una vida- o por el vacío que queda cuando uno se va, algo nos cambia por dentro.

Cuando termina el año también tenemos esa necesidad de despedirnos de todos aquellos que nos rodean, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… Lo hacemos con el envío de postales de Navidad –aunque esta tradición se esté perdiendo-, de los mails más formales o incluso de la avalancha de whatsapp en forma de vídeos, gifs, fotos o canciones.

Llamamos a los que están más lejos para hacerles llegar nuestros mejores deseos, para decirles –sin decirlo- que son especiales para nosotros, que son importantes en nuestra vida, que nos gustaría tenerles cerca, que les queremos. También están las llamadas por compromiso, pero esas son otra historia.

Despedimos el año escribiendo nuestros propósitos para el año que empieza tras hacer el balance de todo lo que hemos logrado, de lo que nos ha faltado en el año que acaba y de todos esos sueños que nos quedan por cumplir. Nos prometemos que nos esforzaremos por conseguirlos, que sonreiremos al 2017 para ver si, por fin,  es “nuestro año” -aunque de eso solo nos damos cuenta cuando ha pasado el tiempo y descubres que ese año que pasó sin pena ni gloria te dio muchas más alegrías de lo que creías-.

En definitiva, aunque a nadie le gusten las despedidas, la vida está llena de ellas y a pesar de que algunas nos dejan cicatrices que no se borrarán nunca, otras se convierten después en reencuentros. Y no hay nada mejor que el abrazo de un reencuentro. ¡Feliz Navidad!

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