Volver a volver

Septiembre se acaba. El mes de los inicios, de los finales, de las bienvenidas, de las partidas. La vuelta al cole, al trabajo, a la rutina. Un mes quizá contradictorio para algunas cosas, pero a la vez muy inspirador. Hasta el tiempo se ha vuelto un poco loco para dejarle ser más verano que otoño.

Y como cada año, yo intento volver en septiembre. Por muy perdida que haya estado. Por largo que haya sido el camino para regresar. Aquí estoy. Volviendo a volver. A mi refugio, a mi rincón. No lo había abandonado, simplemente a veces hay que esperar el momento adecuado. Todo es cuestión de tiempo y hace dos años dejé de llevar reloj. Pero la vida se encarga de moverte para que la aguja vuelva siempre al mismo sitio.

Hace unas semanas se celebró en mi barrio el Día del niño. Actividades para los más pequeños desde por la mañana hasta el final de la tarde. Me encanta ver como esos ‘locos bajitos’ dan lecciones si te paras a observarlos un rato.

En uno de los hinchables había seis niños esperando que empezara la atracción, pero el monitor se dio cuenta de que uno de ellos no tenía calcetines y le dijo que no podía participar. La sonrisa del chavalín empezó desdibujarse, y entonces otro niño gritó, papá déjale tus calcetines. Fin del problema. En cosa de medio minuto todo estaba solucionado. El padre del compañero se quitó corriendo sus calcetines, se los lanzó y el pequeño se los puso en un suspiro.

No se conocían. Supongo que habrían cruzado algunas palabras mientras hacían cola para subir. Pero ya eran amigos. Aunque no vuelvan a verse nunca más, en ese momento eran los mejores amigos. Esos que te ayudan en lo que haga falta. Las cosas suelen ser tan sencillas… Es una pena que de adultos nos empeñemos en complicarlas siempre.

Y dando un paseo por esa feria llegué hasta mi infancia. Aunque pueda sonar inverosímil, recuerdo mi primer día de colegio. No toda la jornada, pero sí como íbamos de la mano de un veterano hasta clase. Esa mañana, excepcionalmente entrábamos por la puerta de atrás. Con aquellos babis azules y una bolsa de plástico con un cuaderno, un lapiz, una goma de borrar y un sacapuntas, esperábamos a ser nombrados y acompañados por uno de los de octavo. Cuatro años en el mejor de los casos frente a catorce. Todo un mundo bajo la mirada de un niño.

Rebeca no paró de llorar. Menudo berrinche tuvo la pobre. Yo estaba asustada pero contenta. Me sentaron con tres chicos, Miguel, Víctor y Pablo. No recuerdo bien sus caras, pero sí los ojos verdes y el pelo entre rubio y pelirrojo del primero, lo listo que era el segundo, y del tercero que era hijo de una de las profesoras del colegio, le gustaba tocar la batería y se pasó el curso cantándome la canción Amante bandido de Miguel Bosé. Cada vez que la escucho me acuerdo de él aunque no sepa qué ha sido de su vida ni pueda reconocerlo si nos cruzamos por la calle.

Es posible que Rebeca haya olvidado ese día. Los niños son listos, programan su memoria para borrar lo que quieren. Se lo digo a mis amigas mamás que sufren cuando dejan a sus chiquitines en el colegio y lloran desconsolados. Lo malo se pierde en el espacio sideral. Como aquellas bolas que se volvían grises en la película de Pixar Del revés.

Y después de este septiembre en el que he conseguido volver en muchos sentidos, también he decidido volver a ser niña y olvidar todo aquello que me ha hecho llorar últimamente. Hacer que las cosas sean sencillas otra vez. Y, como aquel primer día en el colegio, sonreír y estar contenta aunque volver siempre dé algo de miedo.

Bienvenidos.

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